Radiografía de la dominación en México I/III
La disputa de arriba
Enrique Pineda
Rebelión
Los movimientos antisistémicos necesitamos de una clara comprensión de la disputa que vivimos en México. Un paso en falso en esta coyuntura puede determinar lo que sucederá más adelante. Este ensayo es un intento de generar esa comprensión de manera integral. Sostendremos en esta primera parte del ensayo tres hipótesis: a) que vivimos una fase de desintegración y disputa de las clases dominantes en México, que no permite contar con la hegemonía de ninguna facción; b) que los nuevos grupos políticos en disputa fueron incorporados como mecanismo para sostener al sistema político en su conjunto y c) que la crisis general abre un intervalo de debilidad sistémica que podría permitir una bifurcación que bien pueda generar una reforma y reordenamiento de las clases dominantes o bien, la desintegración total del sistema.
I. Adiós a la vieja hegemonía
La crisis política actual es producto de la desestructuración del régimen posrevolucionario que vivimos poco más de 70 años. El régimen priísta, era una red de poder múltiple, jerarquizada y legitimada que comenzó a erosionarse en las últimas cuatro décadas. La forma de relación política del sistema se establecía en la subordinación de la sociedad civil al régimen, que se explicaba por los beneficios que otorgaba el Estado a cambio de la lealtad y docilidad política de la población. Esta relación casi simbiótica mantenía la hegemonía del grupo en el poder, que no sólo gobernaba sino que mantenía el consenso de la mayor parte de los gobernados.[2]
A diferencia de otros regímenes que en diversas partes del mundo colapsaron en un periodo muy breve, el régimen mexicano se erosionó lentamente a causa de fuerzas centrífugas que desgastaron su poder al máximo y lo obligaron a reformarse hasta perder su capacidad de dominio y estabilidad.
El primer factor determinante fue el agotamiento del modelo de reproducción económica de sustitución de importaciones. Frente a los signos de dicho agotamiento a finales de la década de los 60, dos corrientes al interior del régimen comenzaron a tener diferencias sobre la conducción del modelo económico. Estas diferencias fueron irreconciliables por la influencia global y creciente del neoliberalismo y también por la contingencia de las crisis económicas sexenales. El grupo de tecnócratas al final obtuvo la conducción por esas dos causas y por primera vez en la historia del régimen, una disputa terminaría con el poder total de una de las corrientes. Ello implicaría, a la postre, el debilitamiento del grupo en el poder, que por primera vez no tenía consenso interno sobre la conducción de la reproducción económica dominante. Era pues, una división interna. Sin embargo, las reformas neoliberales, como todos sabemos, avanzaron, y en el largo plazo, el neoliberalismo significaría una poderosa fuerza centrífuga, desarticuladora del poder de la vieja hegemonía.
Las políticas de contracción del Estado en sus funciones sociales atacaron directamente al sistema circulatorio del régimen que permitía mantener a raya cualquier disidencia. Al ir perdiendo paulatinamente su capacidad de intervención social, el Estado se mostraba sólo como un esqueleto represor y de control político. Su capacidad para mantener la estabilidad y el consenso fue decreciendo. Podemos, en resumen, considerar que la llegada de los tecnócratas neoliberales al régimen abrió una bifurcación en la forma en que éste se había reproducido durante décadas, debilitando la cohesión de la elite dominante y provocando una disputa interna por la dirección de la conducción hegemónica.
Una segunda fuerza centrífuga, son los movimientos democratizadores y antisistémicos, que durante tres décadas y media enfrentaron al régimen.
Desde el movimiento de 1968 hasta el alzamiento zapatista, pasando por la insurgencia obrera en los 70, las guerrillas y el movimiento cardenista en 1988.
Estos movimientos, sólo después de 1968, tuvieron la oportunidad de enfrentar al régimen y obligarlo a dar un paso atrás. Expliquémonos. Antes de 68 también existieron movimientos disidentes, pero que chocaron frente al muro de consenso, represión y estabilidad que formaban al sistema. En ese muro, sin embargo se abrió una grieta con el movimiento estudiantil del 68 y se seguiría ensanchando con cada golpe de los movimientos que atacaron su autoritarismo. La elite dominante entendió en cada batalla con esos movimientos que su legitimidad y reproducción estaban cuestionadas, por lo que de vez en vez -además de la represión- impulsó reformas que como válvulas de escape permitieran que la estabilidad del régimen perdurara.
Todas las reformas electorales fueron producto del temor de las elites políticas mexicanas en momentos de incertidumbre sistémica que amenazaba al régimen.[3] Estas decisiones lograron sortear cada crisis coyuntural, pero lentamente minaron la capacidad de las elites de mantener las disputas de dirección DENTRO de un solo partido.
La forma social de reproducción corporativa, esa red capilar de control, estabilidad, subordinación y concesiones que se calificaba como la dictadura perfecta se fue desarticulando, haciendo perder la hegemonía al grupo en el poder.
El neoliberalismo abrió una disputa interna entre la elite, debilitó los mecanismos corporativos que sostenían al régimen y aceleró las condiciones sociales que son caldo de cultivo de movimientos democráticos y antisistémicos.
Estos movimientos, disidencias, resistencias y luchas tuvieron entonces la oportunidad de crecer e ir ganando terreno. La hegemonía y el poder del régimen empezaron a tener fisuras por doquier. No sólo en las universidades, sino también, lentamente, en sendas capas obreras, campesinas y populares: los pilares organizativos del poder clientelar.
Este proceso de erosión provocado por las fuerzas que describimos fue REORDENANDO los campos de las elites dominantes. La forma de reproducción política, pero también la forma de relación gobierno-sociedad ha desaparecido paulatinamente por la fuerza insurgente y organizada de decenas de movimientos y por las contradicciones al interior de la clase dominante. El grupo en el poder perdió la cohesión que permitía la estabilidad. La forma del estado posrevolucionario permitía la unidad de la clase dominante. Al romperse esta unidad, la disputa por cada parcela de poder es enorme. Como si el poder posrevolucionario hubiera sido una piñata, al romperse, la clase política se abalanza sobre cada pedazo y su contenido. La descomposición de la clase política toda, se debe entre otros factores a esta ruptura de las reglas por la disputa del poder. El espectáculo de corrupción, ridiculez y pragmatismo de la clase política que hemos visto estos seis años es producto de la ruptura del viejo sistema y sus reglas.
Así, los campos de las elites se reordenan porque estamos en un proceso de formación de un nuevo grupo dominante, de un nuevo régimen. No estamos transitando a democracia alguna. Estamos en el tránsito de reordenamiento de las elites dominantes. Lo que vivimos es la disputa entre la(s) clase(s) dominante(s) por conformar una nueva hegemonía y la última fase de desintegración y descomposición del viejo régimen.
II. Los nuevos poderes políticos en disputa.
La estabilidad de la vieja hegemonía dependía de su unidad interna y de su poder de consenso y legitimidad que corría a través de la red de corporativismo por todo el país. Pero dependía también del arte de utilizar la cooptación y la represión en las dosis necesarias para mantener ese consenso y por tanto, la hegemonía.
El viejo régimen alargó su vida y su estabilidad gracias a que una y otra vez utilizó una doble maniobra cuasi perfecta de los recursos de los que goza el Estado para mantener la gobernabilidad. El viejo grupo hegemónico era un experto en gobernabilidad.
Frente al movimiento del 68 y su posterior radicalización en una pléyade de movimientos populares, sindicales y armados utilizó terribles dosis de represión que todos conocemos, pero también optó por dosis controladas de cooptación que como válvulas de escape permitieran respirar al sistema en su conjunto, y con ello mantener la estabilidad....y el poder.
En los años 70 acudieron a una estrategia de cooptación de cuadros de la izquierda que trataron de transformar al sistema “desde adentro” y que fue acompañada por una reforma que legalizó al partido comunista.
Esta estrategia muchas veces utilizada neutralizó –aunque sea momentáneamente- el descontento. Mientras unos recibían puestos y becas, otros enfrentaban la tortura y la desaparición. Pero hay dos momentos claves para entender a las nuevas fuerzas en disputa por la hegemonía en México.
En 1988 el cardenismo se alió a la pequeña izquierda partidaria y se generó un fenómeno de movilización del descontento y la disidencia nunca visto desde 1968. A pesar de que el movimiento representaba un nacionalismo progresista moderado, para el régimen representaba una afrenta porque surgía de una disidencia interna (la corriente democrática), porque llegaba en un momento de inestabilidad económica (después del crack de la bolsa en 1987), porque se aliaba al movimiento estudiantil que había puesto en evidencia al régimen (el movimiento universitario 1986-1987); porque encausaba el descontento popular en la Ciudad de México por la incapacidad gubernamental frente al sismo de 1985 (a través del movimiento urbano popular); y porque encausaba el descontento campesino, afectado ya por las reformas del modelo económico. Pero sobre todo, cuestionaba la legalidad y legitimidad del régimen como consecuencia del fraude electoral. Todos esos elementos hacían que el grupo en el poder tuviera que reaccionar y enfrentar el peligro de inestabilidad sistémica.
Y lo hicieron. Una vez más con una estrategia de cooptación y represión. La represión fue feroz durante seis años con la naciente izquierda institucional. Más de 600 asesinatos, múltiples fraudes electorales en elecciones estatales y municipales y el aislamiento en los medios de comunicación surtieron efecto. El joven Partido de la Revolución Democrática en las elecciones intermedias de 1991 llegaba con un escaso 11% de la votación cuando el movimiento cardenista con el Frente Democrático Nacional en 88 tenía poco más del 35% de los votos reconocidos oficialmente. Mientras unos recibían asesinatos, fraude y aislamiento, otros recibían las mieles del Estado. El Partido Acción Nacional, hoy en el poder, recibió el reconocimiento oficial de la victoria en algunas gubernaturas. Con ello, se reconocía el acceso al Estado de la vieja disidencia de derecha representada en ese partido. Desde entonces y hasta ahora, en numerosas ocasiones el PAN fue el mejor aliado del priísmo con abiertas y escandalosas alianzas en las distintas cámaras. Esta historia es conocida. La intervención estatal del régimen, la incorporación real del PAN al Estado, la necesidad obligada de compartir el poder y otorgar concesiones en favor de la estabilidad y gobernabilidad general le abrieron el sendero del poder a la derecha, hasta entonces arrinconada como una disidencia marginal. El panismo venía creciendo conforme el poder del régimen se erosionaba lentamente. Pero el acceso al Estado y al poder real le dieron el impulso que consolidaría su crecimiento. El régimen en ese momento requería de una oposición a modo con la cual fortalecer la gobernabilidad y su legitimidad. Una oposición a modo que además apuntalara sus nuevas reformas económicas. Un aliado que le permitiera además aislar a la disidencia. El régimen le había abierto la puerta del poder a un nuevo grupo que más tarde ganaría la elección presidencial.
Pero si bien esta historia es conocida, lo que nos interesa es resaltar el patrón del viejo régimen para conservar su hegemonía: represión, cooptación y de vez, en vez reformas al sistema. Nos interesa resaltar que el segundo nuevo grupo de poder en disputa surgió también por medio de una de las concesiones del viejo régimen.
En 1994 y 1996 se realizaron nuevas y mucho más importantes reformas electorales que permitieron que los partidos políticos tuvieran esencialmente dos cosas primordiales: verdaderos recursos económicos y verdadero acceso a los medios de comunicación. Pero además, se entregaba el control del proceso electoral a un órgano autónomo. ¿porqué el régimen permitía reformas que a la larga facilitarían que perdieran el poder? ¿porqué permitían reformas que le daban aliento, recursos y poder a sus oponentes? ¿porqué si el PRD había sido neutralizado y prácticamente eliminado de la contienda, ahora se reformaba al sistema en su conjunto permitiendo que esa oposición creciera?. ¿porqué si el PAN era una oposición cómoda y manejable se le daba más aliento con las reformas?
El régimen en el periodo de 1994-1996 estuvo de nueva cuenta obligado a otorgar concesiones en favor de la estabilidad y la gobernabilidad que aseguraran la cohesión del sistema político en su conjunto y por tanto la hegemonía del todavía grupo en el poder. El régimen estuvo obligado de nueva cuenta por una convergencia de coyunturas desfavorables que, reunidas, significaban la debilidad momentánea del Estado. La primera de ellas fue la disputa interna por la sucesión presidencial que terminó con dos magnicidios al interior del otrora partido oficial. La segunda coyuntura desfavorable fue la enorme crisis económica de 94-95 que desestabilizó al país, al sistema político y sus alianzas con la cúpula económica. La tercera y definitiva coyuntura que determinaría además la estrategia del régimen frente a la izquierda, fue sin lugar a dudas el alzamiento indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
El régimen, que con mucho esfuerzo había sorteado el peligro cardenista, tenía ahora enfrente un alzamiento armado en medio de condiciones político-económicas que acrecentaban su peligrosidad. La coyuntura obligó a que el régimen optara nuevamente, por una estrategia de cooptación y represión. Contener, aislar, neutralizar y si era posible exterminar al movimiento rebelde era una prioridad del régimen. Pero esto no era posible en medio de la contienda electoral, de la disputa interna del príismo y los signos ya evidentes de debilidad económica. La estrategia de exterminio y desarticulación del movimiento zapatista se puso en juego a partir del 9 de febrero de 1995 y el avance militar. Desde entonces y hasta poco antes de la elección del año 2000 está claro que la decisión del régimen fue la destrucción del movimiento rebelde. Esta estrategia fracasó parcialmente.
El objetivo de desarticular y exterminar al movimiento no fue posible debido a la enorme y masiva capacidad organizativa y de resistencia zapatista, a su intensa capacidad mediática, y al apoyo internacional y nacional que se había creado alrededor del zapatismo. Pero la estrategia funcionó en un aspecto: aislar y marginar su influencia sobre el sistema consolidando lo que podríamos llamar un pacto de las fuerzas moderadas de la clase política.
Esto se logró con una estrategia de incorporación de la izquierda aceptable para el sistema político. Apenas unos años antes el régimen combatió con toda su fuerza a la izquierda institucional. En 1996 sin embargo, los llamaba al diálogo y la negociación. Mientras en San Andrés el régimen simulaba el diálogo con los rebeldes para una reforma radical y estructural del Estado, en las calles de Bucareli, se negociaba el pacto para que las fuerzas políticas tuvieran las condiciones para acceder al Estado. Un año después de esas negociaciones y de una nueva reforma electoral, el Partido de la Revolución Democrática, por primera vez con recursos suficientes para enfrentar al partido oficial y por primera vez con acceso a medios electrónicos y masivos de comunicación, ganaba la elección a la jefatura de Gobierno del Distrito Federal. Era un momento de euforia para la izquierda aglutinada en ese partido. Muchos de ellos y ellas habían enfrentado al régimen y luchado por el poder por 5, 10, 20 o hasta 30 años. Mientras en la Ciudad de México había abrazos y festejos, repartición de puestos y designaciones de asesores, en Chiapas, muy lejos de ahí, se preparaba la masacre de Acteal y el terror de la muerte y el exterminio con la guerra de baja intensidad.
Una vez más, el régimen –pero por última vez- lograba sortear la crisis temporalmente con una estrategia de represión y cooptación. Para unos, acceso al Estado, al Congreso, a recursos económicos. Para los otros, una estrategia de exterminio que dejó un caudal de muertos y perseguidos.
Sin embargo, la del régimen era una victoria temporal. Había creado las condiciones que aseguraban la estabilidad del sistema político en su conjunto, pero también había permitido que dos grupos, que dos facciones que habían estado fuera de la estructura del poder entraran al Estado.
Lograba sin embargo, atraer a la izquierda a las reglas del sistema democrático liberal con todos sus beneficios, pero también con todas sus limitantes. La victoria real del régimen fue integrar al PRD al sistema institucional y que paulatinamente se fuera alejando de las clases y movimientos verdaderamente peligrosos, obligándolos a someterse al marco institucional liberal-democrático y con ello alargando la vida del sistema político y permitiendo su estabilidad así como un reordenamiento de las elites DENTRO de un marco cupular, alejando las posibilidades de una fractura sistémica que permitiera que otras fuerzas más peligrosas para ellos actuaran. La dirigencia del PRD en su conjunto acudió gustosa a esa inclusión y junta con ella una oleada de dirigentes de organizaciones y movimientos sociales que corrieron a insertarse en el recién abierto Estado abandonando a su suerte a las lucha de abajo y aislando a TODO lo que quedara fuera del pacto de los moderados de los tres partidos que integran al sistema. El PRD convencido de una transición pactada, acudió al acuerdo sistémico de incorporación al Estado y con ello selló la última etapa del viejo régimen que había optado por incorporar a la derecha y a la izquierda institucionales. Estos dos nuevos grupos no tardarían en volverse poderosas elites políticas que buscarían a toda costa volverse hegemónicos. Se lograba con ello consolidar que la disputa política se diera entre las cúpulas partidarias y no entre los movimientos antisistémicos y la elite.
Se formaba, por así decirlo una relación central al interior de las elites y marginalizaba al resto de los movimientos, condenándolos a una relación que podríamos llamar periférica. Digámoslo en pocas palabras: se pusieron de acuerdo ellos traicionando y dejando afuera a todos los demás. A eso le llamaron transición a la democracia.
Las otras cúpulas políticas recién incorporadas al Estado, no sólo se convirtieron rápidamente en poderosas elites burocráticas sino en jugosas redes de acceso al poder económico estatal. Partidos y gobiernos de derecha e izquierda son fuentes de control piramidal de una gigantesca red jerárquica burocrática pero también una red transversal para que el poder económico se reproduzca. Si antes el régimen era una red piramidal y jerárquica, ordenada, que aseguraba la estabilidad integrando y ordenando a las elites económicas y políticas en disputa, hoy el sistema político es una multiplicidad de redes –igual de jerárquicas, y piramidales- en competencia.
La batalla no sólo es entre facciones en disputa sino también al interior de ellas. La nueva derecha y la nueva izquierda institucionales, así como el partido del régimen en retirada tienen profundas divisiones internas.
Creer que estas son disputas doctrinarias o ideológicas es lo menos de decir, estúpido. Son batallas de poder, por articularse al grupo que pueda consolidar una nueva hegemonía.
El candidato “ de la izquierda” utilizó al máximo esta batalla de corrientes y facciones entre la elite política y uno de los factores que influyó en el caudal de votos en la elección de julio a favor de López Obrador es haber tejido minuciosamente una red de desprendimientos del viejo régimen, haber utilizado la división entre salinistas y zedillistas, (Camacho, Monreal, De la Fuente) haberse aliado con sectores descontentos del príismo en búsqueda de poder (Zeferino Torreblanca, Jaime Sabines, Vega Galina, Guadarrama) y sectores minoritarios de poder que deseaban crecer (convergencia por la democracia). Al parecer, la estrategia fue exitosa pero no suficiente para consolidar un grupo que ganara las elecciones. Esa integración, sin embargo, era una coalición de interés por el poder. Sin el elemento aglutinador –la presidencia- muy pronto todos sus “aliados” han comenzado a desarticularse y acomodarse en la nueva conducción calderonista. La batalla de arriba deja más débil de lo que se piensa a la izquierda institucional, deja cuestionada a la derecha gobernante y a la defensiva al partido del viejo régimen. Divididos, cuestionados entre sí y en batalla permanente por lograr la hegemonía y más espacios de poder estatal. Esa es la disputa de arriba al interior de la clase política.
Enrique Pineda
Rebelión
Los movimientos antisistémicos necesitamos de una clara comprensión de la disputa que vivimos en México. Un paso en falso en esta coyuntura puede determinar lo que sucederá más adelante. Este ensayo es un intento de generar esa comprensión de manera integral. Sostendremos en esta primera parte del ensayo tres hipótesis: a) que vivimos una fase de desintegración y disputa de las clases dominantes en México, que no permite contar con la hegemonía de ninguna facción; b) que los nuevos grupos políticos en disputa fueron incorporados como mecanismo para sostener al sistema político en su conjunto y c) que la crisis general abre un intervalo de debilidad sistémica que podría permitir una bifurcación que bien pueda generar una reforma y reordenamiento de las clases dominantes o bien, la desintegración total del sistema.
I. Adiós a la vieja hegemonía
La crisis política actual es producto de la desestructuración del régimen posrevolucionario que vivimos poco más de 70 años. El régimen priísta, era una red de poder múltiple, jerarquizada y legitimada que comenzó a erosionarse en las últimas cuatro décadas. La forma de relación política del sistema se establecía en la subordinación de la sociedad civil al régimen, que se explicaba por los beneficios que otorgaba el Estado a cambio de la lealtad y docilidad política de la población. Esta relación casi simbiótica mantenía la hegemonía del grupo en el poder, que no sólo gobernaba sino que mantenía el consenso de la mayor parte de los gobernados.[2]
A diferencia de otros regímenes que en diversas partes del mundo colapsaron en un periodo muy breve, el régimen mexicano se erosionó lentamente a causa de fuerzas centrífugas que desgastaron su poder al máximo y lo obligaron a reformarse hasta perder su capacidad de dominio y estabilidad.
El primer factor determinante fue el agotamiento del modelo de reproducción económica de sustitución de importaciones. Frente a los signos de dicho agotamiento a finales de la década de los 60, dos corrientes al interior del régimen comenzaron a tener diferencias sobre la conducción del modelo económico. Estas diferencias fueron irreconciliables por la influencia global y creciente del neoliberalismo y también por la contingencia de las crisis económicas sexenales. El grupo de tecnócratas al final obtuvo la conducción por esas dos causas y por primera vez en la historia del régimen, una disputa terminaría con el poder total de una de las corrientes. Ello implicaría, a la postre, el debilitamiento del grupo en el poder, que por primera vez no tenía consenso interno sobre la conducción de la reproducción económica dominante. Era pues, una división interna. Sin embargo, las reformas neoliberales, como todos sabemos, avanzaron, y en el largo plazo, el neoliberalismo significaría una poderosa fuerza centrífuga, desarticuladora del poder de la vieja hegemonía.
Las políticas de contracción del Estado en sus funciones sociales atacaron directamente al sistema circulatorio del régimen que permitía mantener a raya cualquier disidencia. Al ir perdiendo paulatinamente su capacidad de intervención social, el Estado se mostraba sólo como un esqueleto represor y de control político. Su capacidad para mantener la estabilidad y el consenso fue decreciendo. Podemos, en resumen, considerar que la llegada de los tecnócratas neoliberales al régimen abrió una bifurcación en la forma en que éste se había reproducido durante décadas, debilitando la cohesión de la elite dominante y provocando una disputa interna por la dirección de la conducción hegemónica.
Una segunda fuerza centrífuga, son los movimientos democratizadores y antisistémicos, que durante tres décadas y media enfrentaron al régimen.
Desde el movimiento de 1968 hasta el alzamiento zapatista, pasando por la insurgencia obrera en los 70, las guerrillas y el movimiento cardenista en 1988.
Estos movimientos, sólo después de 1968, tuvieron la oportunidad de enfrentar al régimen y obligarlo a dar un paso atrás. Expliquémonos. Antes de 68 también existieron movimientos disidentes, pero que chocaron frente al muro de consenso, represión y estabilidad que formaban al sistema. En ese muro, sin embargo se abrió una grieta con el movimiento estudiantil del 68 y se seguiría ensanchando con cada golpe de los movimientos que atacaron su autoritarismo. La elite dominante entendió en cada batalla con esos movimientos que su legitimidad y reproducción estaban cuestionadas, por lo que de vez en vez -además de la represión- impulsó reformas que como válvulas de escape permitieran que la estabilidad del régimen perdurara.
Todas las reformas electorales fueron producto del temor de las elites políticas mexicanas en momentos de incertidumbre sistémica que amenazaba al régimen.[3] Estas decisiones lograron sortear cada crisis coyuntural, pero lentamente minaron la capacidad de las elites de mantener las disputas de dirección DENTRO de un solo partido.
La forma social de reproducción corporativa, esa red capilar de control, estabilidad, subordinación y concesiones que se calificaba como la dictadura perfecta se fue desarticulando, haciendo perder la hegemonía al grupo en el poder.
El neoliberalismo abrió una disputa interna entre la elite, debilitó los mecanismos corporativos que sostenían al régimen y aceleró las condiciones sociales que son caldo de cultivo de movimientos democráticos y antisistémicos.
Estos movimientos, disidencias, resistencias y luchas tuvieron entonces la oportunidad de crecer e ir ganando terreno. La hegemonía y el poder del régimen empezaron a tener fisuras por doquier. No sólo en las universidades, sino también, lentamente, en sendas capas obreras, campesinas y populares: los pilares organizativos del poder clientelar.
Este proceso de erosión provocado por las fuerzas que describimos fue REORDENANDO los campos de las elites dominantes. La forma de reproducción política, pero también la forma de relación gobierno-sociedad ha desaparecido paulatinamente por la fuerza insurgente y organizada de decenas de movimientos y por las contradicciones al interior de la clase dominante. El grupo en el poder perdió la cohesión que permitía la estabilidad. La forma del estado posrevolucionario permitía la unidad de la clase dominante. Al romperse esta unidad, la disputa por cada parcela de poder es enorme. Como si el poder posrevolucionario hubiera sido una piñata, al romperse, la clase política se abalanza sobre cada pedazo y su contenido. La descomposición de la clase política toda, se debe entre otros factores a esta ruptura de las reglas por la disputa del poder. El espectáculo de corrupción, ridiculez y pragmatismo de la clase política que hemos visto estos seis años es producto de la ruptura del viejo sistema y sus reglas.
Así, los campos de las elites se reordenan porque estamos en un proceso de formación de un nuevo grupo dominante, de un nuevo régimen. No estamos transitando a democracia alguna. Estamos en el tránsito de reordenamiento de las elites dominantes. Lo que vivimos es la disputa entre la(s) clase(s) dominante(s) por conformar una nueva hegemonía y la última fase de desintegración y descomposición del viejo régimen.
II. Los nuevos poderes políticos en disputa.
La estabilidad de la vieja hegemonía dependía de su unidad interna y de su poder de consenso y legitimidad que corría a través de la red de corporativismo por todo el país. Pero dependía también del arte de utilizar la cooptación y la represión en las dosis necesarias para mantener ese consenso y por tanto, la hegemonía.
El viejo régimen alargó su vida y su estabilidad gracias a que una y otra vez utilizó una doble maniobra cuasi perfecta de los recursos de los que goza el Estado para mantener la gobernabilidad. El viejo grupo hegemónico era un experto en gobernabilidad.
Frente al movimiento del 68 y su posterior radicalización en una pléyade de movimientos populares, sindicales y armados utilizó terribles dosis de represión que todos conocemos, pero también optó por dosis controladas de cooptación que como válvulas de escape permitieran respirar al sistema en su conjunto, y con ello mantener la estabilidad....y el poder.
En los años 70 acudieron a una estrategia de cooptación de cuadros de la izquierda que trataron de transformar al sistema “desde adentro” y que fue acompañada por una reforma que legalizó al partido comunista.
Esta estrategia muchas veces utilizada neutralizó –aunque sea momentáneamente- el descontento. Mientras unos recibían puestos y becas, otros enfrentaban la tortura y la desaparición. Pero hay dos momentos claves para entender a las nuevas fuerzas en disputa por la hegemonía en México.
En 1988 el cardenismo se alió a la pequeña izquierda partidaria y se generó un fenómeno de movilización del descontento y la disidencia nunca visto desde 1968. A pesar de que el movimiento representaba un nacionalismo progresista moderado, para el régimen representaba una afrenta porque surgía de una disidencia interna (la corriente democrática), porque llegaba en un momento de inestabilidad económica (después del crack de la bolsa en 1987), porque se aliaba al movimiento estudiantil que había puesto en evidencia al régimen (el movimiento universitario 1986-1987); porque encausaba el descontento popular en la Ciudad de México por la incapacidad gubernamental frente al sismo de 1985 (a través del movimiento urbano popular); y porque encausaba el descontento campesino, afectado ya por las reformas del modelo económico. Pero sobre todo, cuestionaba la legalidad y legitimidad del régimen como consecuencia del fraude electoral. Todos esos elementos hacían que el grupo en el poder tuviera que reaccionar y enfrentar el peligro de inestabilidad sistémica.
Y lo hicieron. Una vez más con una estrategia de cooptación y represión. La represión fue feroz durante seis años con la naciente izquierda institucional. Más de 600 asesinatos, múltiples fraudes electorales en elecciones estatales y municipales y el aislamiento en los medios de comunicación surtieron efecto. El joven Partido de la Revolución Democrática en las elecciones intermedias de 1991 llegaba con un escaso 11% de la votación cuando el movimiento cardenista con el Frente Democrático Nacional en 88 tenía poco más del 35% de los votos reconocidos oficialmente. Mientras unos recibían asesinatos, fraude y aislamiento, otros recibían las mieles del Estado. El Partido Acción Nacional, hoy en el poder, recibió el reconocimiento oficial de la victoria en algunas gubernaturas. Con ello, se reconocía el acceso al Estado de la vieja disidencia de derecha representada en ese partido. Desde entonces y hasta ahora, en numerosas ocasiones el PAN fue el mejor aliado del priísmo con abiertas y escandalosas alianzas en las distintas cámaras. Esta historia es conocida. La intervención estatal del régimen, la incorporación real del PAN al Estado, la necesidad obligada de compartir el poder y otorgar concesiones en favor de la estabilidad y gobernabilidad general le abrieron el sendero del poder a la derecha, hasta entonces arrinconada como una disidencia marginal. El panismo venía creciendo conforme el poder del régimen se erosionaba lentamente. Pero el acceso al Estado y al poder real le dieron el impulso que consolidaría su crecimiento. El régimen en ese momento requería de una oposición a modo con la cual fortalecer la gobernabilidad y su legitimidad. Una oposición a modo que además apuntalara sus nuevas reformas económicas. Un aliado que le permitiera además aislar a la disidencia. El régimen le había abierto la puerta del poder a un nuevo grupo que más tarde ganaría la elección presidencial.
Pero si bien esta historia es conocida, lo que nos interesa es resaltar el patrón del viejo régimen para conservar su hegemonía: represión, cooptación y de vez, en vez reformas al sistema. Nos interesa resaltar que el segundo nuevo grupo de poder en disputa surgió también por medio de una de las concesiones del viejo régimen.
En 1994 y 1996 se realizaron nuevas y mucho más importantes reformas electorales que permitieron que los partidos políticos tuvieran esencialmente dos cosas primordiales: verdaderos recursos económicos y verdadero acceso a los medios de comunicación. Pero además, se entregaba el control del proceso electoral a un órgano autónomo. ¿porqué el régimen permitía reformas que a la larga facilitarían que perdieran el poder? ¿porqué permitían reformas que le daban aliento, recursos y poder a sus oponentes? ¿porqué si el PRD había sido neutralizado y prácticamente eliminado de la contienda, ahora se reformaba al sistema en su conjunto permitiendo que esa oposición creciera?. ¿porqué si el PAN era una oposición cómoda y manejable se le daba más aliento con las reformas?
El régimen en el periodo de 1994-1996 estuvo de nueva cuenta obligado a otorgar concesiones en favor de la estabilidad y la gobernabilidad que aseguraran la cohesión del sistema político en su conjunto y por tanto la hegemonía del todavía grupo en el poder. El régimen estuvo obligado de nueva cuenta por una convergencia de coyunturas desfavorables que, reunidas, significaban la debilidad momentánea del Estado. La primera de ellas fue la disputa interna por la sucesión presidencial que terminó con dos magnicidios al interior del otrora partido oficial. La segunda coyuntura desfavorable fue la enorme crisis económica de 94-95 que desestabilizó al país, al sistema político y sus alianzas con la cúpula económica. La tercera y definitiva coyuntura que determinaría además la estrategia del régimen frente a la izquierda, fue sin lugar a dudas el alzamiento indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
El régimen, que con mucho esfuerzo había sorteado el peligro cardenista, tenía ahora enfrente un alzamiento armado en medio de condiciones político-económicas que acrecentaban su peligrosidad. La coyuntura obligó a que el régimen optara nuevamente, por una estrategia de cooptación y represión. Contener, aislar, neutralizar y si era posible exterminar al movimiento rebelde era una prioridad del régimen. Pero esto no era posible en medio de la contienda electoral, de la disputa interna del príismo y los signos ya evidentes de debilidad económica. La estrategia de exterminio y desarticulación del movimiento zapatista se puso en juego a partir del 9 de febrero de 1995 y el avance militar. Desde entonces y hasta poco antes de la elección del año 2000 está claro que la decisión del régimen fue la destrucción del movimiento rebelde. Esta estrategia fracasó parcialmente.
El objetivo de desarticular y exterminar al movimiento no fue posible debido a la enorme y masiva capacidad organizativa y de resistencia zapatista, a su intensa capacidad mediática, y al apoyo internacional y nacional que se había creado alrededor del zapatismo. Pero la estrategia funcionó en un aspecto: aislar y marginar su influencia sobre el sistema consolidando lo que podríamos llamar un pacto de las fuerzas moderadas de la clase política.
Esto se logró con una estrategia de incorporación de la izquierda aceptable para el sistema político. Apenas unos años antes el régimen combatió con toda su fuerza a la izquierda institucional. En 1996 sin embargo, los llamaba al diálogo y la negociación. Mientras en San Andrés el régimen simulaba el diálogo con los rebeldes para una reforma radical y estructural del Estado, en las calles de Bucareli, se negociaba el pacto para que las fuerzas políticas tuvieran las condiciones para acceder al Estado. Un año después de esas negociaciones y de una nueva reforma electoral, el Partido de la Revolución Democrática, por primera vez con recursos suficientes para enfrentar al partido oficial y por primera vez con acceso a medios electrónicos y masivos de comunicación, ganaba la elección a la jefatura de Gobierno del Distrito Federal. Era un momento de euforia para la izquierda aglutinada en ese partido. Muchos de ellos y ellas habían enfrentado al régimen y luchado por el poder por 5, 10, 20 o hasta 30 años. Mientras en la Ciudad de México había abrazos y festejos, repartición de puestos y designaciones de asesores, en Chiapas, muy lejos de ahí, se preparaba la masacre de Acteal y el terror de la muerte y el exterminio con la guerra de baja intensidad.
Una vez más, el régimen –pero por última vez- lograba sortear la crisis temporalmente con una estrategia de represión y cooptación. Para unos, acceso al Estado, al Congreso, a recursos económicos. Para los otros, una estrategia de exterminio que dejó un caudal de muertos y perseguidos.
Sin embargo, la del régimen era una victoria temporal. Había creado las condiciones que aseguraban la estabilidad del sistema político en su conjunto, pero también había permitido que dos grupos, que dos facciones que habían estado fuera de la estructura del poder entraran al Estado.
Lograba sin embargo, atraer a la izquierda a las reglas del sistema democrático liberal con todos sus beneficios, pero también con todas sus limitantes. La victoria real del régimen fue integrar al PRD al sistema institucional y que paulatinamente se fuera alejando de las clases y movimientos verdaderamente peligrosos, obligándolos a someterse al marco institucional liberal-democrático y con ello alargando la vida del sistema político y permitiendo su estabilidad así como un reordenamiento de las elites DENTRO de un marco cupular, alejando las posibilidades de una fractura sistémica que permitiera que otras fuerzas más peligrosas para ellos actuaran. La dirigencia del PRD en su conjunto acudió gustosa a esa inclusión y junta con ella una oleada de dirigentes de organizaciones y movimientos sociales que corrieron a insertarse en el recién abierto Estado abandonando a su suerte a las lucha de abajo y aislando a TODO lo que quedara fuera del pacto de los moderados de los tres partidos que integran al sistema. El PRD convencido de una transición pactada, acudió al acuerdo sistémico de incorporación al Estado y con ello selló la última etapa del viejo régimen que había optado por incorporar a la derecha y a la izquierda institucionales. Estos dos nuevos grupos no tardarían en volverse poderosas elites políticas que buscarían a toda costa volverse hegemónicos. Se lograba con ello consolidar que la disputa política se diera entre las cúpulas partidarias y no entre los movimientos antisistémicos y la elite.
Se formaba, por así decirlo una relación central al interior de las elites y marginalizaba al resto de los movimientos, condenándolos a una relación que podríamos llamar periférica. Digámoslo en pocas palabras: se pusieron de acuerdo ellos traicionando y dejando afuera a todos los demás. A eso le llamaron transición a la democracia.
Las otras cúpulas políticas recién incorporadas al Estado, no sólo se convirtieron rápidamente en poderosas elites burocráticas sino en jugosas redes de acceso al poder económico estatal. Partidos y gobiernos de derecha e izquierda son fuentes de control piramidal de una gigantesca red jerárquica burocrática pero también una red transversal para que el poder económico se reproduzca. Si antes el régimen era una red piramidal y jerárquica, ordenada, que aseguraba la estabilidad integrando y ordenando a las elites económicas y políticas en disputa, hoy el sistema político es una multiplicidad de redes –igual de jerárquicas, y piramidales- en competencia.
La batalla no sólo es entre facciones en disputa sino también al interior de ellas. La nueva derecha y la nueva izquierda institucionales, así como el partido del régimen en retirada tienen profundas divisiones internas.
Creer que estas son disputas doctrinarias o ideológicas es lo menos de decir, estúpido. Son batallas de poder, por articularse al grupo que pueda consolidar una nueva hegemonía.
El candidato “ de la izquierda” utilizó al máximo esta batalla de corrientes y facciones entre la elite política y uno de los factores que influyó en el caudal de votos en la elección de julio a favor de López Obrador es haber tejido minuciosamente una red de desprendimientos del viejo régimen, haber utilizado la división entre salinistas y zedillistas, (Camacho, Monreal, De la Fuente) haberse aliado con sectores descontentos del príismo en búsqueda de poder (Zeferino Torreblanca, Jaime Sabines, Vega Galina, Guadarrama) y sectores minoritarios de poder que deseaban crecer (convergencia por la democracia). Al parecer, la estrategia fue exitosa pero no suficiente para consolidar un grupo que ganara las elecciones. Esa integración, sin embargo, era una coalición de interés por el poder. Sin el elemento aglutinador –la presidencia- muy pronto todos sus “aliados” han comenzado a desarticularse y acomodarse en la nueva conducción calderonista. La batalla de arriba deja más débil de lo que se piensa a la izquierda institucional, deja cuestionada a la derecha gobernante y a la defensiva al partido del viejo régimen. Divididos, cuestionados entre sí y en batalla permanente por lograr la hegemonía y más espacios de poder estatal. Esa es la disputa de arriba al interior de la clase política.
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